ORIGENES PAGANOS DE LA MASONERIA
POR CÉSAR VIDAL
La cuestión de los orígenes
históricos de la masonería es uno de los
primeros aspectos con que debe enfrentarse el historiador cuando se acerca al
estudio de tan peculiar fenómeno. De entrada, debe señalarse que ni siquiera
los masones —y las fuentes relacionadas con los mismos— presentan una opinión
unánime al respecto. Para un número no escaso de masones, el inicio de la
masonería se encontraría en las Constituciones de Anderson de inicios del siglo
XVIII y cualquier intento de dar con unos orígenes previos no pasaría de ser un
delirio sin base ni sentido. Sin embargo, aunque la existencia de esta posición
resulta innegable en la actualidad, no ha sido la mayoritaria históricamente
—ni siquiera en el momento presente— y esa circunstancia contribuye a explicar
de manera cumplida las manifestaciones diversas que ha tenido la masonería a lo
largo de los siglos. Por ejemplo, en la Biblia masónica de Heirloom, en la
sección de preguntas y respuestas concernientes a la masonería se afirman,
entre otras cosas, las siguientes:
P. ¿Cuál es la probable antigüedad?
R. Está admitido que la masonería
desciende de los Antiguos misterios...
...
P. Nemrod. ¿Quién era?
R. Las tradiciones dicen que era un
masón y que empleó a 60000 hombres para construir Nínive.
...
P. ¿Cuáles son los 12 orígenes de la
masonería generalmente aceptados?
R. La religión patriarcal, los Antiguos
misterios, el Templo de Salomón, los cruzados, los caballeros templarios, los
colegios romanos de artífices, los rosacruces, Oliver Cromwell por razones
políticas, el pretendiente de la restauración de la Casa de Estuardo, el trono
británico, sir Christopher Wren, el Dr. Desaguliers y otros en 1717.
Desde un punto de vista histórico,
buena parte de esas afirmaciones son disparatadas e incluso ridículas —¡el
puritano Cromwell fundando la masonería!— pero dejan de manifiesto que los
propios masones no dudan incluso actualmente en retrotraer los orígenes de la
masonería a la más remota Antigüedad, y que la conectan de manera indubitable
con religiones de carácter pagano y mistérico. Poco puede dudarse de entrada,
pues, que a inicios del siglo xxi las teorías no son, desde luego, escasas.
La teoría megalítica
Para C. Knight y R. Lomas el origen de
la masonería habría que remontarlo a las tribus que durante la Prehistoria
llevaron a cabo la construcción de los monumentos megalíticos y, de manera muy
especial, aquellos en los que se combinan —supuestamente, todo hay que decirlo—
el dominio de la construcción y de la astronomía. Tal sería presuntamente el
caso de Newgrange en el río Boyne y del famoso Stonehenge. Según estos autores,
la masonería ya habría existido, por lo tanto, en un período de tiempo situado
entre los años 7100 y 2500 a. J.C. Esa sabiduría concentrada en torno a
observatorios astronómicos —la máquina de Uriel, por seguir el vocabulario de
Knight y Lomas— habría sido llevada a Oriente con anterioridad a un diluvio que
asoló el planeta y que habría tenido lugar en torno al 3150 a. J.C.
Semejante sabiduría —oculta, por
definición— habría sido conservada a través de los sacerdotes judíos del Templo
de Salomón. De allí precisamente la habrían recibido los templarios durante el
siglo xii d. J.C.
De acuerdo con esta teoría, por lo
tanto, el saber masónico se remontaría a la Prehistoria, habría sido ya
albergado en el seno de agrupaciones de sabios astrónomos que, antes del
Diluvio Universal, la habrían pasado a Oriente. Allí, esta peculiar explicación
de los orígenes de la masonería entroncaría con dos teorías que, como tendremos
ocasión de ver, son más antiguas. Nos referimos a aquellas que conectan el
nacimiento de la masonería con la construcción del Templo de Salomón y con los
caballeros templarios nada menos que dos mil doscientos años después.
La teoría megalítica plantea problemas
históricos de no escasa envergadura. De entrada, resulta indemostrable que los
constructores prehistóricos de Stonehenge, por citar un ejemplo bien conocido,
fueran astrónomos y poseedores de una sabiduría esotérica oculta. A decir
verdad, hoy por hoy, sólo podemos especular con la finalidad del citado
monumento siquiera porque carecemos totalmente de fuentes que puedan aclararnos
indubitablemente el enigma.
Aún más inconsistente es la tesis de
que los supuestos sabios de Stonehenge transmitieran su saber a Oriente antes
del Diluvio Universal acontecido en el cuarto milenio antes de Cristo.
Ciertamente, la práctica totalidad de las mitologías y religiones de la
Antigüedad contienen referencias a un diluvio y las coincidencias deberían
obligar a una reflexión a antropólogos e historiadores, pero de ahí a señalar
que antes del mismo llegaron a Oriente sabios constructores de megalitos media
un verdadero abismo.
No es menos ahistórica la afirmación de
que esa sabiduría megalítica quedó depositada en las manos del sacerdocio judío
que construyó el Templo de Salomón. El judaísmo de la época
salomónica no contiene el menor
vestigio de religiones relacionadas con el culto a los astros —como quizá fue
la practicada por los constructores de Stonehenge— y aunque las fuentes históricas
nos hablan de la construcción del Templo de Salomón, ésta ni corrió a cargo de
los sacerdotes judíos ni estuvo vinculada a ningún rito de carácter ocultista.
Sin embargo, éste es un aspecto que, como el de los templarios, abordaremos un
poco más adelante.
La teoría egipcia
La teoría megalítica recoge ciertamente
algunos elementos de otras explicaciones sobre el origen de la masonería. Sin
embargo, dista mucho de ser la más aceptada incluso entre aquellos que insisten
en proporcionar a la sociedad secreta un rancio árbol genealógico. Mayor
predicamento tienen, por ejemplo, los partidarios de retrotraer el origen de la
masonería al antiguo Egipto. Éste es el caso de otros autores masones, entre
los que ocupa un lugar destacado Christian Jacq. Novelista de éxito, Jacq ha
sabido pasar de los libros de esoterismo —esoterismo muy impregnado por la
doctrina masónica— a la redacción de novelas situadas en el antiguo Egipto cuyo
mensaje masónico resulta, en ocasiones, muy poco sutil. Para Jacq, el origen de
la masonería se halla vinculado al país de los faraones en el que no sólo
habría surgido como una sociedad secreta encargada de transmitir secretos
artesanales, sino, de manera muy especial, una sabiduría esotérica.
Jacq ha desarrollado esa teoría en
alguna de sus novelas de manera escasamente velada —
El templo del rey Salomón, por
ejemplo—, pero ha sido aún más explícito en su obra dedicada a la masonería. En
ella, Jacq, que es masón, afirma tajantemente que el origen de la sociedad
secreta no puede fijarse en 1717 con las Constituciones de Anderson como
pretenden muchos, que su origen es tan antiguo como el propio Adán y que, por
supuesto, Egipto tuvo un papel esencial en su configuración.
Los argumentos empleados por Jacq
resultan de una enorme endeblez histórica no sólo al referirse a los orígenes
egipcios de la masonería sino al conectarla también con distintas religiones
mistéricas de la Antigüedad. A pesar de todo, esta teoría resulta de un enorme
interés para el historiador, no porque muestre las verdaderas raíces de la
masonería, sino porque apunta al origen que, históricamente, la masonería ha
afirmado tener. Se trataría de un origen esotérico, conectado con cultos
iniciáticos y ocultistas asentados en el seno del paganismo, e impregnado de
interpretaciones espirituales que chocan frontalmente con el mensaje contenido
en la Biblia. Baste al respecto señalar que, como indica el propio Jacq, Adán
no es en la tradición masónica el hombre que desobedeció a Dios y causó la
desgracia del género humano, sino, por el contrario, «el antepasado iniciado
que dio forma a la tradición esotérica y la transmitió a las generaciones
futuras». La masonería sería, por lo tanto, no una sociedad filantrópica o
humanitaria, sino, fundamentalmente, la conservadora de «ideales
'iniciáticos'», unos ideales presentes en la religión del antiguo Egipto, en
las religiones mistéricas de la Antigüedad y en movimientos gnósticos y
ocultistas históricamente posteriores.
La línea histórica que, supuestamente,
uniría fenómenos tan diversos como el mitraísmo, Pitágoras o los albañiles
egipcios resulta totalmente indemostrable desde una perspectiva
historiográfica. Sin embargo, como veremos, ha resultado secularmente una constante
nada marginal ni tangencial en el devenir de la masonería.
La teoría mistérica
De hecho, Christian Jacq no es original
—tampoco pretende serlo— en su exposición sobre los orígenes de la masonería.
En buena medida, sus tesis resulta una variante de una de las teorías sobre las
raíces de la sociedad secreta que más predicamento tuvieron durante el siglo
XVIII, precisamente aquel en el que vio la luz de manera indiscutible. Nos
referimos a la teoría que pretende conectar la masonería con una línea ininterrumpida
de religiones paganas y cultos esotéricos que se pierden en la noche de los
tiempos. Los masones que han defendido esa tesis son numerosos, pero quizá dos
de los más relevantes fueran Thomas Paine en el siglo XVIII y Robert Longfield
en el siglo XIX.
La personalidad de Thomas Paine es una
de las más sugestivas de finales del siglo XVIII. Nacido en 1737 de origen
cuáquero, Paine no tardó en apostatar de la fe cristiana de su familia para
abrazar los postulados de la Ilustración en su forma librepensadora. De hecho,
participó en la Revolución americana, pasó a Europa para tener un papel
destacado en la francesa e incluso se convirtió en un abanderado del
anticristianismo con su libro La Era de la Razón. Al final de sus días, Paine
abjuró de sus posiciones religiosas y regresó a las creencias cuáqueras de su
juventud, pero, previamente, había sido iniciado en la masonería e incluso
había publicado una obra poco conocida —Origins of Free-Masonry— donde
expresaba su visión sobre los orígenes de la sociedad secreta. Las tesis de
Paine tienen una enorme importancia no sólo porque revelan lo que creían muchos
masones de su época, sino también porque él mismo se presentaba —y era tenido—
como un defensor del racionalismo ilustrado contra la superstición religiosa.
Para Paine, la masonería era ni más ni
menos que una religión solar, vestigio de las antiguas creencias de los
druidas. Sus «costumbres, ceremonias, jeroglíficos y cronología» ponían de
manifiesto tanto ese carácter religioso como esotérico que había sido
transmitido también a través de los magos de la antigua Persia y de los
sacerdotes egipcios de Heliópolis. En opinión de Paine, ese carácter solar era
lo que la masonería tenía en común con el cristianismo. La diferencia estribaba
en que «la religión cristiana es una parodia de la adoración del Sol, en la que
ponen a un hombre al que llaman Cristo en lugar del Sol, y le dispensan la
misma adoración que originalmente era dispensada al Sol». En la masonería, por
el contrario, «muchas de las ceremonias de los druidas están preservadas en su
estado original, al menos sin ninguna parodia». Paine reconocía que «se pierde
en el laberinto del tiempo sin registrar en qué período de la Antigüedad, o en
qué nación, se estableció primeramente esta religión». No obstante, indicaba su
presunta adscripción a los egipcios, los babilonios, los caldeos, al persa
Zoroastro y a Pitágoras, que la habría introducido en Grecia.
Finalmente, la masonería habría sido
introducida en Inglaterra «unos 1030 años antes de Cristo». Este origen
ocultista explicaba, siempre según el masón Paine, que «los masones, para
protegerse de la Iglesia cristiana, hayan hablado siempre de una manera
mística». Su carácter de religión pagana solar era «su secreto, especialmente
en países católicos».
A continuación, Paine citaba en apoyo
de sus tesis las simbologías de las distintas logias, párrafos de los
ceremoniales de iniciación en la masonería e incluso su calendario, que daba —y
da— tanta importancia a una fiesta solar como el solsticio de verano celebrado
el 24 de junio, día de San Juan.
Paine aceptaba la tesis más conocida de
que la masonería había estado relacionada con la construcción del Templo de
Salomón, pero se negaba a situar en ese acontecimiento su origen. En realidad,
desde su punto de vista, el Templo no era sino una muestra de ese culto solar
encubierto propio de la masonería.
Como en el caso de otras teorías sobre
los orígenes de la masonería, parece obligado señalar que su base histórica es
nula.
Sin embargo, ese hecho resulta
relativamente secundario. Lo importante es que un masón de la importancia de
Paine podía afirmar con toda claridad
que la sociedad era secreta, que su secreto fundamental era su carácter pagano
y ocultista, y que semejante secreto debía ser cuidadosamente guardado en
países cristianos y, muy especialmente, en los católicos. Seguramente, en la
actualidad habrá masones que discrepen de las tesis de Paine, pero no
es menos cierto que otros las apoyan,
como es el caso de la Gran Logia de la Columbia británica y Yukón, que las
reproduce incluso en su página web.
Por otro lado, esa conexión con ritos
paganos a la hora de explicar los orígenes de la masonería distó mucho de
quedar circunscrita a Paine que, en realidad, se limitaba a repetir lo que se
le había enseñado en las logias. De hecho, Robert Longfield, uno de los
eruditos masones de mediados del siglo xix, repetiría en su The Origin of
Freemasonry —una conferencia originalmente pronunciada ante los hermanos
masones de la Logia Victoria, en Dublín— unas tesis muy similares. Para
Longfield, la sabiduría que, presuntamente, comunicaba la masonería ya estaba
presente en «las pirámides y el laberinto de Egipto, las construcciones
ciclópeas de Tirinto en Grecia, de Volterra en Italia, en los muros de Tiro y
las pirámides del Indostán». Las logias masónicas se habían «originado mil
doscientos o mil trescientos años antes de la Era cristiana, y algunos siglos
antes de la construcción del Templo de Salomón... los jefes fueron iniciados en
los misterios de Eleusis, los etruscos, los sacerdotes de Egipto, y los
discípulos de Zoroastro y de Pitágoras».
Longfield se detenía en este momento de
su exposición en describir los misterios de Eleusis —que, desde su punto de
vista, eran «los más antiguos y más estrechamente parecidos a la masonería»— y,
acto seguido, indicaba los eslabones de la cadena que conducía desde esa
religión mistérica hasta la masonería del siglo xix. Éstos eran Pitágoras, los
adoradores del dios griego Dionisos, los esenios judíos, los druidas, los
habitantes de Tiro y Sidón, los constructores del Templo de Salomón y,
finalmente, los albañiles de la Edad Media. Una vez más, obligado indicar que
las teorías del masón carecían de la menor base histórica. Sin embargo, esa
circunstancia resulta secundaria en la medida en que nos permite ver el árbol
genealógico de la masonería en que creían los hermanos de la sociedad secreta,
por lo menos los que habían alcanzado cierto grado de iniciación a mediados del
siglo XIX. Como podremos comprobar en capítulos sucesivos, esa creencia resulta
absolutamente indispensable para comprender a cabalidad la esencia de la
masonería su comportamiento histórico y también las reacciones que provocó. Sin
embargo, de momento tenemos que continuar con la exposición de las teorías
sobre sus orígenes y precisamente con una que, a pesar del éxito que estaría
llamada a obtener, ni siquiera fue planteada por Paine o Longfield.
La teoría templaria
La cuarta gran teoría sobre el origen
de la masonería —imbricada no pocas veces en las dos ya mencionadas— es la que
conecta su aparición con los caballeros templarios. De acuerdo con la misma, la
sabiduría ocultista expresada en la construcción del Templo del rey Salomón
habría sido descubierta en el siglo XII por los caballeros templarios.
Ciertamente, la orden de los templarios habría sido disuelta por decisión papal
—un episodio en el que la masonería vería la lucha milenaria entre la luz y las
tinieblas— pero su sabiduría no habría desaparecido con la orden. De hecho,
algunos templarios habrían conservado esos conocimientos iniciáticos
—especialmente los emigrados a Escocia en busca de refugio—, conformando con el
paso de los siglos la masonería.
La tesis templaria es muy antigua y
gozó desde el principio de un enorme atractivo para los masones en la medida en
que permitía vincular su pasado con el de una orden militar prestigiosa y
perseguida por la Santa Sede, y en que, por añadidura, facilitaba la expansión
territorial en una Francia que conservaba una visión extremadamente idealizada
de los templarios juzgados y ejecutados en su territorio. Sin embargo, como
sucede con la teoría egipcia, una cosa es que haya gozado de predicamento
durante siglos en el seno de la masonería y otra, bien distinta, que se
corresponda con la realidad histórica.
La peripecia de los caballeros del
Temple es, sin ningún género de dudas, uno de los episodios más apasionantes no
sólo de la Edad Media sino de toda la historia universal. Orden militar en la
que se seguían los votos de pobreza, castidad y obediencia, los templarios eran
además combatientes aguerridos —les estaba prohibido retirarse ante el enemigo—
que surgieron de las Cruzadas, una gigantesca epopeya encaminada, primero, a
garantizar la libertad de acceso a los Santos Lugares que los musulmanes
negaban a los cristianos y después a recuperar esas tierras para Occidente. Los
templarios eran reducidos en número, pero su peso militar resultó muy notable.
Buena prueba de ello es que Saladino, tras la victoria de Hattin, ordenó la
ejecución de todos los prisioneros de guerra templarios, dado el pavor que le
infundía su valor.
Sin embargo, los templarios no fueron
sólo monjes y guerreros. También transmitieron a Occidente no escasa parte de
la sabiduría oriental y, de manera bien significativa, terminaron por convertirse
en banqueros de Occidente. Su enorme poder financiero acabaría despertando la
envidia y la codicia de distintos gobernantes —en especial, el rey de Francia—
y, con ellas, su ruina. El 18 de marzo de 1314 era quemado en París el maestre
de los templarios, Jacques de Molay, tras un proceso que había durado más de un
lustro. Desde su pira mortuoria, de Molay emplazó a Felipe el Hermoso de
Francia, a Guillermo de Nogaret, mayordomo del monarca, y al papa Clemente,
desarticulador de la orden, para que antes de que concluyera el año
comparecieran ante el tribunal de Dios a fin de responder del proceso y la
condena de los templarios. De manera escalofriante, los tres emplazados
fallecieron antes de que se cumpliera el año y además, en el caso de la dinastía
reinante en Francia —una dinastía que no había tenido problemas de sucesión a
lo largo de tres siglos—, se produjo una extinción dramática en breve tiempo.
El proceso de los templarios,
íntimamente relacionado con su disolución por decisión papal, había sacado a la
luz un cúmulo de acusaciones que iban desde la práctica de la sodomía a la
utilización de la magia negra en ceremonias secretas y a la blasfemia
idolátrica. Que Felipe de Francia, ansioso por obtener más fondos y despojador
poco antes de los judíos, pretendía fundamentalmente llenar sus arcas parece
fuera de duda; que Guillermo de Nogaret le sirvió buscando no el que
resplandeciera la justicia sino beneficiar a su señor es innegable y que el
papa Clemente se plegó a las presiones del monarca galo, en parte, por miedo y,
en parte, por superstición parece muy difícil de discutir.
Tampoco puede cuestionarse que De Molay
y otros acusados fueron sometidos durante años a tormento y que,
posteriormente, renegaron de las confesiones suscritas bajo el efecto de la
tortura, un hecho que precipitó precisamente su condena a la pena capital. Sin
embargo, existe más de una posibilidad de que las acusaciones vertidas contra
la Orden del Temple no fueran del todo falsas. A diferencia de los
hospitalarios —la otra gran orden militar surgida de las Cruzadas—, que se
ocupaban de enfermos, necesitados y heridos, los templarios no pusieron ningún
énfasis en cuestiones relacionadas con el ejercicio de la caridad y no tardaron
en entregarse a funciones de carácter bancario y, por si fuera poco, algunos de
los miembros de la orden acabaron sintiéndose atraídos por corrientes gnósticas
orientales y manteniendo unas relaciones sospechosamente cordiales con grupos
como la secta musulmana de los hashishim o asesinos.
En qué medida esta suma de elementos en
casos particulares se extendió a la totalidad de la orden resulta muy difícil
de establecer. Que perdió buena parte de su carga espiritual primigenia y que
no pocas veces funcionó más como una entidad crediticia que espiritual es
innegable. Cuestión aparte es que, efectivamente, fuera culpable de los cargos
formulados contra ella en el proceso orquestado por Guillermo de Nogaret
siguiendo las directrices de Felipe el Hermoso. De hecho, cuando la orden fue
disuelta y se procedió a juzgar a sus caballeros, en otras partes del mundo por
regla general obtuvieron sentencias absolutorias. En España, por ejemplo,
ninguno de los monarcas se opuso al proceso y, por el contrario, se permitió
que los legados papales lo llevaran a cabo sin interferencias. El resultado fue
que no se dictó una sola condena en el ámbito de Castilla, Navarra, Portugal o
Aragón. Incluso puede añadirse que aunque los templarios tenían la posibilidad
de cobrar una pensión procedente de los fondos de la disuelta orden y
retirarse, prefirieron integrarse en su mayoría en otras órdenes militares, lo
que no sólo no chocó con objeciones sino que recibió un inmenso apoyo. Aún más.
Cuando antiguos templarios dieron origen a nuevas órdenes, como la de Montesa,
la iniciativa fue acogida favorablemente tanto por las autoridades
eclesiásticas como por las civiles. En términos generales, por lo tanto, la
Orden del Temple —a pesar de lo que hubieran podido hacer algunos caballeros
aislados— no se había visto contaminada por los hechos que se le imputaban y
así se entendió de manera generalizada en la época.
En términos generales insistamos porque
excepciones de enorme relevancia las hubo. Por ejemplo, un grupo de templarios
franceses marchó a Escocia, donde Roberto el Bruce se enfrentaba con los
ingleses —un episodio reflejado en parte por la película Braveheart—, y se
pusieron a su servicio. El rey Roberto los acogió entusiasmado —no en vano eran
magníficos guerreros y quizá incluso llevaban consigo fondos salvados del expolio
de la orden— y los utilizó para vencer militarmente a los ingleses y conservar
la independencia de Escocia. Hasta ahí todo entra dentro de lo normal. La
cuestión, sin embargo, es que no faltan pruebas arqueológicas de que algunos de
los templarios trasplantados a Escocia establecieron contacto con grupos de
maestros albañiles —masones— que se expresaban mediante una simbología
ocultista que, posteriormente, se relacionaría con las logias masó-
nicas.
El caso más claro de lo que señalamos
se encuentra en la capilla de los Saint Clair de Rosslyn. En este enclave, los
símbolos templarios coexisten con otros utilizados más tarde por la masonería,
sin excluir la cabeza del demonio Bafomet, una imagen
convengamos en ello— bien peculiar para
ser albergada en el interior de una iglesia católica. No podemos determinar más
allá de la hipótesis plausible cuál fue la relación exacta que los templarios
establecieron con aquellos maestros albañiles. Cabe, desde luego, la
posibilidad de que se relacionaran con ellos de una manera natural impulsada,
por una parte, por el gusto que algunos caballeros habían mostrado ya en
Oriente hacia cosmovisiones gnósticas, pero también, por otra, por el deseo de
vengarse del papado y de la Corona francesa que habían acabado con su orden. En
ese sentido, las muertes del papa Clemente y de los herederos al trono francés
han sido interpretadas como asesinatos templarios, si bien tal supuesto no pasa
de ser una especulación novelesca.
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